El último arrullo sobre el concreto: Crónica de una tragedia invisible en la periferia mexicana

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El último arrullo sobre el concreto: Crónica de una tragedia invisible en la periferia mexicana

Por: La Redacción / Crónica Urbana

CIUDAD DE MÉXICO – Hay imágenes que duelen. No por su estridencia gráfica, sino por el silencio atronador que guardan. Son postales de un México profundo, ese que se esconde a plena luz del día entre el ruido de los cláxones, el olor a garnacha frita y la indiferencia colectiva. La imagen que hoy nos ocupa es una de esas. Es un puñetazo de realidad en el estómago de una sociedad que a menudo prefiere voltear la cara.

Ocurrió en una banqueta cualquiera, frente a una cortina metálica bajada, hostil y gris, manchada por grafitis que nadie se molesta en leer. Ahí, en un escalón de cemento frío, estaba sentada ella. No sabemos su nombre real, pero podríamos llamarla “Esperanza”, o “Rosario”, o cualquier nombre de esas miles de madres que cargan el peso del mundo en la espalda. Su piel, curtida por el sol de quien trabaja a la intemperie o viene de la sierra, contaba historias de fatiga crónica. Llevaba una playera azul deslavada, unos jeans y unas sandalias rosas de plástico que dejaban ver unos pies cansados de caminar rutas que no llevan a ninguna parte.

Pero no eran sus ojos, llenos de una súplica muda y una desesperación añeja, lo que detenía el aliento de quien pasaba. Era el bulto.

Aferrado a su pecho, envuelto con una ternura que contrastaba con la crudeza del entorno, había un pequeño cuerpo cubierto por una cobija color verde limón. Un color vivo, casi eléctrico, que desentonaba con la escala de grises de la desgracia.

La primera fotografía es un grito de auxilio sin voz. Ella mira a la cámara –o a la persona detrás de ella– con una expresión que mezcla la incredulidad ante el abandono y el último rescoldo de una lucha perdida. Su mano derecha se lleva al rostro, un gesto universal de angustia. “¿Qué hago ahora?”, parecen gritar sus ojos. “¿Por qué nadie se detiene?”.

La historia detrás de la foto, reconstruida por testigos y el murmullo del barrio, es la crónica de una muerte anunciada por la burocracia y la pobreza. Se dice que la mujer venía de lejos, quizás de alguna comunidad en el Estado de México o de más al sur, peregrinando de clínica en hospital con su bebé en brazos. Un bebé que ardía en fiebre, o que quizás ya no podía respirar bien.

La narrativa es tristemente familiar en nuestro país: “No hay fichas”, “regrese mañana”, “no tiene Seguro Popular”, “aquí no atendemos eso”, “le faltan copias”. El viacrucis de la salud pública mexicana para los que menos tienen.

Cansada, rechazada y sin dinero para un taxi, se sentó en ese escalón a esperar. ¿Esperar qué? Quizás un milagro, quizás un aventón, o quizás simplemente a que la huesuda terminara de hacer su trabajo.

La segunda imagen es la rendición. Es el momento en que la esperanza se quiebra. La mujer ya no mira a nadie. Su cabeza cae derrotada sobre el bulto verde. Es el abrazo final. Ya no hay prisa por llegar al hospital. El pequeño ángel que cargaba, ese que la sociedad decidió ignorar, había dejado de luchar.

Esa banqueta, frente a un local cerrado que anuncia “Club Max” y carteles de refrescos que prometen felicidad por unos pesos, se convirtió en un velatorio improvisado. El ruido de la ciudad seguía su curso: el camión urbano escupiendo humo negro, la gente corriendo para alcanzar el metro, los vendedores ambulantes gritando sus ofertas. Nadie se percató de que, en ese metro cuadrado de cemento, un universo acababa de colapsar.

Un emoji de un bebé ángel, colocado piadosamente sobre la foto original para proteger la identidad del menor, es el único epitafio que recibió esa criatura. Un símbolo digital para una tragedia dolorosamente análoga.

Esta imagen no debería existir. En un país que se jacta de su “modernidad”, de sus tratados de libre comercio y de sus rascacielos en zonas exclusivas, una madre no debería tener que arrullar el cadáver de su hijo en una banqueta porque el sistema le cerró las puertas en la nariz.

La foto es viral ahora, compartida miles de veces con emojis de caritas llorando y comentarios de indignación que durarán lo que tarda en aparecer el siguiente meme. Pero la mujer de la cobija verde limón sigue ahí, en la retina de nuestra conciencia nacional.

Ella es el recordatorio de que para millones de mexicanos, la diferencia entre la vida y la muerte es un trámite burocrático, unos cuantos pesos en el bolsillo, o la suerte de que alguien te mire a los ojos y decida ayudarte antes de que sea demasiado tarde. Hoy, la ciudad falló. Hoy, todos fallamos. Y el frío de ese escalón de cemento se nos debería meter hasta los huesos.

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