El Silencio del Monte y los Ojos de Ximena

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El Silencio del Monte y los Ojos de Ximena

Te juro, carnal, que hay miradas que se te clavan en el alma y no se van ni con todo el tequila del mundo. Así era la mirada de Ximena, la morrita de la primera foto. Tenía esos ojos grandes, profundos, de esos que parecían saber cosas que una niña de su edad no debería saber todavía. Era de esas chamaquitas vivas, siempre corriendo por las calles empedradas del pueblo, con la risa fácil y las rodillas raspadas. La veías en la tiendita de Doña Rosa comprando unos chicles o dando el rol en la plaza cuando bajaba el sol. Era, pues, parte del paisaje, parte de la vida de todos nosotros.

Hasta que un martes, simplemente, dejó de serlo.

No hubo gritos, ni rechinar de llantas, ni nada de película gringa. Fue como si la tierra se la hubiera tragado en el trayecto de la escuela a su casa. Al principio, tú sabes, la negación. “Seguro se fue con una amiga”, “se le hizo tarde”. Pero cuando cayó la noche y el frío del cerro empezó a bajar, el miedo se nos metió en los huesos a todos. La jefa de Ximena estaba que se volvía loca, sus alaridos partían la noche. Y ahí fue cuando el pueblo entero sintió el golpe.

Se armó la búsqueda, porque aquí, cuando tocan a una, nos tocan a todos. Salimos con lámparas, con machetes, con el corazón en la garganta. “¡Ximena! ¡Ximenita!”, gritábamos. Pero el monte, ese monte denso y cabrón que rodea el pueblo, solo nos devolvía el eco. Pasaron las horas, luego los días. La esperanza, la neta, se nos iba apagando como una vela en el viento. La angustia se convirtió en una losa pesada en la espalda de la comunidad. Ya no buscábamos a la niña que corría; empezábamos a buscar lo que nadie quiere encontrar.

La segunda foto… esa foto es el momento exacto en que el mundo se te cae encima.

Fue al cuarto día. Unos leñadores vieron tierra removida en una zona alejada, por donde pasa el arroyo seco, un lugar donde ni los perros van. Dieron el pitazo a la municipal y luego llegaron los estatales, los de la fiscalía, con sus chalecos y sus caras largas. La zona se llenó de cintas amarillas, de esas que gritan “peligro”, de esas que huelen a muerte.

Yo estaba ahí, de metiche o de solidario, ya ni sé. El aire estaba pesado, húmedo, olía a tierra mojada y a algo más, algo dulzón que te revolvía la tripa. En la foto se ve la escena: el comandante parado de brazos cruzados, vigilando, con esa postura del que ya ha visto demasiado desmadre en esta vida y ya nada le sorprende, solo le encabrona. Y ahí, agachado, un agente o quizás un voluntario de protección civil, metiéndole la pala a la tierra roja.

Cada palada sonaba como un golpe seco en el pecho de todos los que estábamos mirando. Clac, sssssht. Clac, sssssht. Nadie hablaba. El silencio era tan denso que podías escucharte los latidos en las sienes. Rezábamos para que fuera un error, para que fuera un animal enterrado, para que fuera cualquier cosa menos eso.

Pero la pala golpeó algo que no era piedra ni raíz. El tipo que cavaba se detuvo en seco. Levantó la vista hacia el comandante y negó con la cabeza, despacito. Chale. Ese gesto fue el final de todo. No necesitaron decir nada. Se sintió un bajón de energía colectivo, como si nos hubieran sacado el aire a todos de golpe.

Ahí estaba. O lo que quedaba de la alegría del pueblo.

Lo que siguió fue el trámite del horror. Sacar el cuerpo, las fotos periciales, el llanto desgarrador de la familia cuando les confirmaron la noticia que ya sabían en el fondo de su corazón. El pueblo se cubrió de gris. Ese moño negro que ves en la esquina de su foto, ese moño se nos tatuó a todos en el alma.

Ahora, cada vez que paso por la plaza y no la veo, me acuerdo de esa tarde en el monte. Me acuerdo de la tierra roja manchada. Pero sobre todo, carnal, me acuerdo de sus ojos en esa foto, mirándonos fijamente, como preguntándonos por qué este mundo puede ser tan pinche cruel con quien menos lo merece. Y la neta, no tengo respuesta.

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