TÍTULO: El último suspiro sobre el concreto: Crónica de un ‘nadie’ y sus botas llenas de lodo en el México del olvido
POR LA REDACCIÓN / CRÓNICA URBANA
MÉXICO.— Hay imágenes que te parten el alma de un solo golpe, que te sacuden la modorra del día a día y te restriegan en la cara la realidad más cruda de nuestro país. Esta es una de ellas. No hay sangre derramada por violencia del narco, no hay casquillos percutidos, ni el escándalo de las sirenas que solemos ver en la nota roja. Lo que hay aquí es algo quizás más doloroso por silencioso, por cotidiano: el abandono absoluto. Es el retrato de un final solitario, de una vida que se apagó sobre el concreto frío, sin una mano amiga que la sostuviera, sin un nombre que la identificara.
Ahí quedó él. Un hombre mayor, de esos que llevan la historia de México tatuada en las arrugas de la frente y en la barba canosa y descuidada. Quedó tendido boca arriba, con la mirada vidriosa fija en un cielo que ese día no tuvo piedad. Su cuerpo yace sobre el cemento rústico de una banqueta a medio terminar, justo donde el “progreso” urbano se topa con la tierra y las pencas de maguey, en alguna de esas tantas colonias de la periferia que Dios y el gobierno parecen haber olvidado.
Lo que más cala al ver la escena, lo que te hace un nudo en la garganta, son los detalles de su humanidad rota. No lleva camisa, solo una chamarra oscura abierta que deja ver un torso cansado, vencido por los años y quizás por el hambre. Sus pantalones de mezclilla están sucios, pero son sus pies los que gritan la historia completa: unas botas de trabajo, toscas, de uso rudo, cubiertas por una capa gruesa de lodo seco y fresco.
Esas botas no son de paseo, mi gente. Esas botas cuentan la historia de un hombre que se partió el lomo. Son botas de campesino, de albañil, de jornalero; de alguien que caminó kilómetros entre surcos o entre escombros para buscar la chuleta. Verlas ahí, ya inmóviles, apuntando al cielo, es el testimonio de que la “chamba” se acabó para siempre.

A su lado, como fieles escuderos que ya no pudieron defenderlo, reposan sus únicas pertenencias. Un bastón de metal, sencillo, de esos que regala el seguro o que se compran en el tianguis, que seguramente fue su tercer pie cuando las rodillas empezaron a fallar. Un sombrero de paja, ya traqueteado por el sol, que usó como última almohada sobre el borde de cemento, intentando encontrar un poco de comodidad en la dureza de su lecho final. Y una bolsa blanca, de tela o plástico, donde guardaba quién sabe qué tesoros: ¿quizás un taco frío, quizás una medicina que no pudo tomar a tiempo, o quizás solo aire?
La etiqueta verde que acompaña la imagen, “IDENTIDADES OLVIDADAS”, no es solo un logo; es una sentencia, un reclamo social. Este hombre no es solo un cuerpo encontrado en la vía pública; es el síntoma de un país que desecha a sus viejos cuando ya no producen.
¿Quién era? Nadie en el vecindario supo dar razón. Los vecinos que pasaban primero pensaron que el “don” estaba dormido, echándose una siesta después de alguna borrachera, como suele pasar. “Déjenlo, se le pasaron las copas”, decían algunos, normalizando la miseria ajena. Pero el sol empezó a quemar y el hombre no se movía. Las moscas, primeras mensajeras de la muerte, empezaron a rondar su rostro. Fue entonces cuando doña Lupe, la de la tienda de abarrotes, se acercó y sintió el frío que ya emanaba de su piel. “Chale, este señor ya no respira”, dijo, persignándose.
Llegaron los paramédicos solo para confirmar lo evidente: infarto fulminante, o quizás simplemente el cuerpo dijo “ya estuvo”. La causa médica importa poco cuando la causa social es la verdadera asesina: la soledad y la pobreza.
Al revisarlo, la policía no encontró nada. Ni una credencial del INE, ni un papelito con un número de teléfono, ni una foto familiar en la cartera. Nada. Es un fantasma en vida que murió siendo un “NN” (No Nombre). Es probable que sea uno de esos tantos abuelos que sus familias dejaron atrás, quizás porque los hijos se fueron al “gabacho” buscando el sueño americano y se olvidaron de mandar para la manutención, o quizás porque en la casa ya estorbaba y terminó en la calle, rodando de un lado a otro hasta que las fuerzas se le acabaron en esa banqueta.
La escena final fue la misma de siempre, burocrática y fría. Los peritos del SEMEFO llegaron con sus trajes blancos, acordonaron la zona con cinta amarilla, tomaron fotos rápidas y metieron el cuerpo en una bolsa negra. El hombre del bastón y las botas enlodadas se convirtió en un número de expediente más en una morgue saturada.
Si nadie lo reclama en los próximos días –y la triste realidad es que probablemente nadie lo hará–, su destino será la fosa común. Terminará enterrado junto a otros “olvidados”, sin una cruz con su nombre, sin una lágrima derramada sobre su tumba.
Esta imagen tiene que servirnos de espejo. Nos tiene que doler. Porque ese señor podría ser el abuelo de cualquiera, el padre que alguna vez cargó a sus hijos en hombros y que hoy terminó solo, con el lodo del camino como único compañero en su viaje final. Qué triste se siente México a veces, cuando la indiferencia nos gana la partida y dejamos morir a nuestros viejos en el abandono total. Ojalá, donde quiera que esté ahora ese señor de las botas sucias, haya encontrado el descanso que esta vida pinche le negó al final.