La Sombra de la “Troca” Roja: El Fin de la Fiesta

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La Sombra de la “Troca” Roja: El Fin de la Fiesta

 

Era domingo por la noche, y el aire estaba cargado de esa electricidad que solo se siente cuando la “raza” se junta para celebrar. La música de banda retumbaba en las bocinas, haciendo vibrar las ventanas de los negocios cercanos. En la calle, la vida florecía. Un grupo de chavos (los que ves arriba a la derecha) reían, brindaban con sus “chelas” en mano y se tomaban selfies, congelando sus sonrisas para siempre sin saber que sería su última foto. Eran jóvenes, llenos de sueños, con toda la vida por delante; la noche prometía ser eterna.

Pero el destino, a veces, tiene un sentido del humor muy macabro.

A unos kilómetros de ahí, Ángel (el hombre de la izquierda) conducía su camión rojo. La pesada “troca” rugía sobre el asfalto. Ángel tenía la mirada perdida, quizás por el cansancio, quizás por un par de tragos de más, o simplemente porque el diablo decidió subirse de copiloto esa noche. El volante se sentía ligero en sus manos callosas, demasiado ligero para la máquina de muerte que estaba controlando.

La calle principal estaba a reventar. La gente había tomado el asfalto como pista de baile. No había banquetas suficientes para tanta alegría. De repente, el sonido de la música fue cortado de tajo, no por el DJ, sino por un estruendo metálico y el rechinido agudo de llantas quemándose contra el pavimento.

El camión rojo no frenó. O si lo hizo, fue demasiado tarde.

La escena que siguió (la foto de abajo) fue sacada de una pesadilla. La “troca” roja se convirtió en un toro desbocado en una tienda de cristal. El metal crujió al impactar, pero lo que heló la sangre de los testigos no fue el ruido del choque, sino el silencio repentino que siguió, interrumpido segundos después por los gritos desgarradores.

La calle, que minutos antes era una pista de baile iluminada por las luces de neón, se transformó en un campo de guerra. Zapatos perdidos, vidrios rotos y sillas volcadas adornaban el asfalto. Las luces azules y rojas de las patrullas (foto del medio) empezaron a girar, pintando las fachadas de los edificios con los colores de la tragedia.

Ángel bajó del camión. Ya no había furia en el motor, solo vapor y fluidos derramándose como sangre mecánica. Cuando la policía lo esposó, su rostro (foto de la izquierda) no mostraba la maldad de un villano de película, sino la mirada vacía de un hombre que acaba de comprender que su vida terminó en el mismo instante en que apagó la de otros. Ahí, de pie contra la pared gris de la comisaría, con las manos atadas a la espalda, Ángel se veía pequeño.

Mientras tanto, en las redes sociales, las fotos de los chicos sonrientes empezaron a circular, ya no como historias de fiesta, sino como tributos de luto. El pueblo entero no durmió esa noche. La fiesta se había acabado de la peor manera posible, dejando una cicatriz imborrable marcada por las huellas de un camión rojo.

Al final, solo quedó eso: la mirada perdida de un conductor y el eco de una música que jamás volverá a sonar igual para las familias de esos muchachos.

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